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domingo, mayo 20, 2012

El altar de un periodista

Acabo de estar en la sala de redacción donde trabajaba Eugenio Aduviri, el periodista deportivo de La Razón que fue asesinado la medianoche del sábado 12 de mayo, presumiblemente en un atraco. La pequeña sala de los periodistas deportivos está bastante separada de la sala donde trabajan sus colegas de otras secciones. Entré a dar el pésame a mi compañero de la universidad, porque suponía que Eugenio era un muy buen amigo suyo. Leí hoy en el periódico que mi compañero de la universidad había ido la mañana del lunes 14 a buscarlo a su casa pues era inusual que Eugenio no haya ido a trabajar el domingo, que en el caso de los cronistas deportivos es el día que tienen más trabajo. Además no era un domingo cualquiera, pues era el día en el que se definió el título por el campeonato de fútbol clausura. Sólo una desgracia podía estar detrás de la ausencia del colega.

Otro amigo colega me contó que editó la última nota que hizo Eugenio antes de irse del periódico, una pequeña nota de último momento, “Entrenador de San José se fractura tibia y peroné”, que en su versión digital salió publicada a las 00:05 del domingo 13. A esa hora Eugenio estaba ya sin vida; un transportista público 15 minutos había alertado al personal de Radiopatrullas 110 sobre un cadáver. La dueña de la empresa del radiotaxi que lo trasladó desde la colina de Auquisamaña, donde está El Galpón de La Razón, asegura que su móvil lo dejó por inmediaciones de la ex Estación Central a las 11:00.

Al entrar en la sala de redacción de los colegas deportivos, me impactó verlos con camisas negras, los tres estaban abatidos. Tristes las miradas al verme entrar. Le di mi pésame a mi amigo, quien me dijo pocas palabras, que era su amigo desde hace años, que el domingo habían tenido mucho trabajo en el periódico y que recién el lunes fue a buscarlo a su casa. Me dio la dirección del velorio y me despedí de todos. Era un ambiente muy triste, no ameritaba hablar más. No sé si ellos tres eran los amigos que reconocieron el cuerpo en la morgue para confirmar lo que se sospechaba: que la persona muerta que aparecía en una crónica del periódico Alarma era Eugenio.

La Razón del martes 15 dice que Eugenio “fue uno de los periodistas más destacados en el área amateur, a tal punto que dominaba como nadie esas actividades, entendía sus problemas y transmitía sus necesidades; esa constancia lo llevó a ser reconocido en innumerables ocasiones por entidades como el Comité Olímpico Boliviano, federaciones nacionales, asociaciones departamentales y ligas deportivas, así como la Asociación de Fútbol de La Paz”.

Un amigo en común me comenta que Eugenio era muy aficionado al fútbol y que apoyaba a ese deporte en su barrio. Era el padrino de poleras, el que compraba los refrescos a los jugadores e incluso el que pagaba a algunos jugadores por integrar ciertos equipos de los campeonatos de barrio.

Seguro que pasé muchas veces cerca de Eugenio, incluso lo debí ver, pues varias noches estuve a unos pasos de su oficina las anteriores semanas cuando estaba en la sección de diseño de ese matutino preparando el suplemento de una institución. Pero lo malo es que sólo tenemos ojos para los conocidos, pues con aquellos que no conocemos guardamos mucha distancia.

El lunes 14 en la tarde todos los trabajadores del matutino ya se habían enterado de la muerte de su compañero. Muchos se asustaron, especialmente aquellos que terminan su turno en la noche. La muerte podía haber elegido a cualquiera de ellos. Tal vez haya cambios a raíz del asesinato de Eugenio. Anoche les repartieron a los periodistas nocturnos vales de radiotaxi para que lleguen seguros a sus casas, pues pasada la medianoche, que es cuando sale el último bus del periódico, los que quieren irse deben hacerlo por su cuenta y riesgo.

Antes de salir de la sala redacción, vi el puesto de trabajo de Eugenio. Cómo no darse cuenta de su presencia/ausencia. El periódico con la foto de Eugenio en primera plana estaba como en un altar en su pantalla, apoyado en su teclado. Su silla estaba pegada al escritorio, pues nadie se sentaría ya en ese puesto. Una tapa de lata hacía de candelabro y la vela, con su llama oscilante, te oprimía el pecho y te humedecía los ojos.

Al entrar en la sala de redacción de los colegas deportivos, me impactó verlos con camisas negras, los tres estaban abatidos. Tristes las miradas al verme entrar.

Marcelo Paredes LastraPatayperro

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