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domingo, agosto 23, 2015

Dos días y dos noches en un nido de cóndores bolivianos

Al nido se llega de noche, esa es la costumbre. Se encuentra en la provincia Gran Chaco, Tarija, a menos de una hora de Yacuiba. En el desvío de la carretera, un enorme cóndor metálico vigila el ingreso.
Son cerca a las 21:00 del viernes 31 de julio. Un grupo de periodistas avanza en un bus. El conductor frena y los pasajeros descienden a formar en el Campo Salado. De pronto se oyen golpes, como el retumbar acompasado de cientos de bombos. A lo lejos aparecen unas luces rojas, como ojos que acechan desde la oscuridad y se acercan con el golpeteo.
Se detienen y se presentan como la tempestad y la calma. "¡Somos satinadores!”, gritan, y una explosión seguida por una ráfaga de metralleta hace temblar la tierra.
Ocho semanas atrás, a las 8:00 del sábado 13 de junio, 50 trabajadores de la prensa de La Paz y El Alto tiritaban con el intenso frío invernal en el Estado Mayor del Ejército, en Miraflores, dispuestos a pasar dos meses de instrucción militar como parte del segundo curso de corresponsales militares que realizó esta fuerza después de 20 años. Yo era uno de ellos.
La instrucción culminaría con un examen final en la Escuela de Cóndores Bolivianos (Esconbol), tierra que pocos pisan si no es para cumplir con seis meses del más duro entrenamiento para comandos.


Antes de eso, en el Gran Cuartel de Miraflores, aprendimos el rol, estructura y funciones del Ejército. A cruzar obstáculos. A ocupar y desocupar posiciones bajo fuego enemigo, armados con piedras a modo de filmadoras mientras los instructores hacían llover cascajos. Pero ni los raspones de codos, ni las magulladuras de dedos se compararían con las pruebas con gas lacrimógeno.
En el patio de la Policía Militar (PM), los periodistas conocieron a Pepito PM. Una prueba de la que muchos salimos con gritos atascados en los pechos, húmedos hasta el rincón más profundo y con los rostros embarrados, entre mocos y lágrimas.
Antes tuvimos una probada en la cámara de gas. Y es que como periodistas es común encontrarse en conflictos en las que es necesario aprender no sólo a protegerse, sino a vencer la ansiedad de un momento tenso como es el asfixiarse en una gasificación.
Pepito es una fuente hermética en la que solía haber una estatua de un niño, al que los militares bautizaron con ese nombre. Allí no hay aire, sólo agua y gas. Algunos entraban con un clavado en una profundidad no mayor a un metro, con las consecuencias esperadas.
Con ese antecedente fue más sencillo cubrir el enfrentamiento entre unos manifestantes y la PM. Un simulacro en el que no faltaron los botellazos, chorros de agua y el mal querido camarada gas en el que aprendimos formaciones y estrategias para mantenernos al resguardo de los escudos y la escuadra de soldados.
La última instrucción en La Paz fue el tiro. 40 cartuchos por corresponsal, 20 con el fusil automático liviano y 20 con el potente y antiguo Máuser.
El nido
La primera noche es difícil pegar los ojos. Ahí no se duerme con los gritos y el corretear de los cóndores en las habitaciones contiguas. El despertar no es más cómodo. Al amanecer alguien dispara un fusil dentro del cuarto. "¡A las duchas!”, ordena el instructor y los periodistas corren somnolientos a las duchas frías, que en el calor del Chaco boliviano no le importa al cuerpo.
Durante todo el día aprendemos a construir refugios en medio del monte, a conseguir agua filtrando el orín o las heces de animales, a diferenciar serpientes venenosas de las que no lo son y el sabor de alguna.
También primeros auxilios. Sacamos a un herido de la zona hostil en medio de disparos, en una camilla improvisada con troncos y blusas, enfrentando a un teniente que se interpuso en el camino agitando el ya conocido gas lacrimógeno.
Marchar bajo el sol chaqueño con las mochilas llenas de arena es una de las pruebas más difíciles. Algunos se rinden. El resto llega con la lengua afuera, pero firmes para formar. Es la hora del almuerzo. "Lo que más me sorprendió fue que algunos ya mayorcitos aguantaran igual que los jóvenes”, diría después el jefe de curso, Marco Antonio Soria.
En este centro de entrenamiento de comandos, uno de los mejores de Sudamérica, nos cruzamos a veces con los alumnos cóndores, oficiales recién salidos del Colegio Militar, pero cada quien está en un mundo aparte.

Ellos, con una instrucción de seis meses: tres para convertirse en cóndores y tres para ser satinadores. Nosotros por dos días y dos noches en el nido donde pocos entraron si no es para quedarse por más tiempo, y al que quizá no entren más corresponsales militares.

"Nos enseñaron a estar preparados ante algún conflicto interno y externo. La postura que debemos tomar, el trabajo que debemos hacer, pero ante todo valorando nuestras vidas. Nos enseñaron cómo trabajan y cómo viven los militares”
Michelle Torrico, corresponsal

"El curso cambió mi percepción. Lo que todos pensamos es que las Fuerzas Armadas no hacen nada y ganan de la nada dinero, pero cuando ves y sientes..., ese fervor por la patria, cómo luchan por ella y todo lo que hacen es distinto”
Heydi Tarqui, corresponsal



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