Los Picapiedra, Don Gato, el oso Yogi y compañía alcanzaron un gran éxito durante los años 60 y 70, pero cayeron en desgracia cuando la animación evolucionó hacia la
llamada era digital.
UNA ÉPOCA DE ORO
LOS PICAPIEDRAS, LOS PREFERIDOS
Durante casi 30 años fueron los reyes de la tarde de sábado. Nadie se resistía a las aventuras y desventuras de la familia Picapiedra en un pasado anclado en el presente, Don Gato y su pandilla de mequetrefes que ponían en aprietos al oficial Matute y, por supuesto, las locuras de Scooby Doo y los cazadores de misterios.
Aquellos dibujos animados producidos por el dúo Hanna-Barbera no tenían competencia, simplemente porque, tal y como escribió en una ocasión el novelista Stephen King, “eran la alternativa inteligente a la candidez de Walt Disney -Mickey Mouse, el Pato Donald- y la indisimulada violencia de Warner Bros: Bugs Bunny y el Pato Lucas”.
Y no le falta razón al “rey Midas” de la literatura fantástica. William Hanna y Joseph Barbera tuvieron el mérito de meter la cuchara en medio de dos monstruos del entretenimiento masivo para todos los públicos, gracias a personajes muy humanos, casi cotidianos, que poco o nada tenían que ver con los cándidos personajes de cuento de hadas, hermosos y luminosos.
“Los personajes de Hanna-Barbera te sitúan en espacios reales, con héroes y villanos con los que puedes identificarte. Pedro Picapiedra, por ejemplo, es el antecedente inmediato de Homero Simpson, el retrato del estadounidense promedio de los 60 que trabajaba para comer y se relajaba en una noche en la bolera. Ese sueño acabó destruyéndose en Vietnam”, sostiene Javier Coma, especialista en cómic.
Para algunos amantes del octavo arte, el cómic, como Manel Bosch, “Scooby Doo refleja el espíritu adolescente de los 70: rebelde e insaciable, ávido de comerse el presente sin pensar en el futuro. Su contraparte es Huckleberry Hound, un perro que luce una rigurosa y elegante corbata roja, que representa al padre de familia serio y aplicado que siempre tiene un mensaje moral para sus hijos descarriados.
Está claro que nada quedaba al azar para Hanna-Barbera, sobre todo porque sus caricaturas ofrecían diversión y reflexión en un momento crítico en la historia de la sociedad occidental.
CARTOONS EN LA GUERRA FRÍA
A inicios de los 60, mientras el Gobierno de Estados Unidos ejercía un estricto control sobre todo tipo de producciones audiovisuales, William Hanna tuvo la idea de incursionar en el mercado más allá del telón de acero.
Para los rigurosos censores de la Unión Soviética, “las películas de Disney eran una expresión más de dominación imperialista”, y no las dejaban pasar en su territorio, pero nadie puso objeción a que el oso Yogi se encaramara en la franja infantil del canal oficial.
“Yogi no tiene un doble discurso. Es un animal tan estúpidamente noble que a nadie se le ocurriría decir que promueve la sociedad de consumo capitalista”, explica Coma.
Con la solvencia de su sencillez y la naturalidad de sus guiones, en realidad, lo único que se puede criticar a Hanna- Barbera es la pobre calidad gráfica de los dibujos. Sin embargo, para miles de niños rusos, de Checoslovaquia, o de Alemania Oriental, aquellos personajes que corrían uno detrás de otro mientras se repetía el mismo fondo durante 15 ó 20 segundos, eran la base ideal para construir
sueños de libertad en los que no era posible pensar contra el sistema.
Sin embargo, el sueño llegó a su fin cuando las grandes productoras decidieron pulir trazos y personajes. Los estudios Hanna-Barbera, creados en 1957, al amparo de Metro Goldwyn Meyer, no previeron el cambio tecnológico que irrumpió a fines de los 80 y acabaron cerrando sus puertas.
LA COMPUTADORA MATÓ EL PAPEL
“Disney y Warner ya habían hecho algunos loables intentos con las computadoras y los resultados fueron aceptables. Por ello apostaron a producir animaciones digitales (...)”,
explica Manel Bosch.
Pero la falta de visión de Hanna-Barbera no fue el único problema. Poco a poco los dibujantes y guionistas fueron desertando de la vieja casa de sueños, atraídos por los jugosos contratos de la competencia.
En un intento por sobrevivir en medio de los “tiburones digitales”, Hanna-Barbera vendió sus derechos a una empresa de cable del magnate Ted Turner llamada Cartoon Network.
Scott Sassa, director de contenidos de Turner, consideró una buena idea contar con un “canal para nostálgicos”. Entonces empezó a difundir las viejas series agregando matices contemporáneos (...)
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