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domingo, julio 22, 2012

Animal televisivo: DON FRANCISCO - EL SHOWMAN CONTINENTAL

l de 1962 no fue uno de los peores años en la siniestra acumulación de dictaduras que padeció América Latina el siglo pasado. Si se excluyen las pequeñas islas del Caribe, ocho países estaban gobernados por regímenes militares o totalitarios. Estaban en el poder personajes de siniestra memoria como François Duvalier, Luis Somoza Debayle y Alfredo Stroessner. Pero existían también presidentes ilustrados como Alberto Lleras Camargo, Rómulo Betancourt o Jorge Alessandri. El mundo rendía en esa época culto a un joven presidente de Estados Unidos, John F. Kennedy.

Ese mismo 1962 nacía en Chile un programa de televisión de ambiciones sencillas pero que acabaría convirtiéndose en un fenómeno vertebrador de América Latina y de su extensión hacia Florida y la población hispana de EEUU. En ocasiones, en ciertos países, un programa determinado consigue formar parte de la memoria colectiva de una generación. Pero jamás se ha logrado un espectáculo que se herede de padres a hijos, durante medio siglo, desde la Patagonia hasta el norte de California. Sólo Don Francisco, con su Sábado gigante, ha sido capaz. Por eso se convirtió el año pasado en el primer latino en entrar en el Salón de la Fama de la televisión norteamericana, y el segundo, después de Desi Arnaz, que cuenta con una estrella en el Paseo de la Fama de Hollywood. El libro Guinness de los récords lo cita como el programa más longevo de la televisión mundial.

Para calibrar la magnitud de este éxito es preciso delimitar el territorio en el que se produce. Ésta es una región en la que cada quien hizo su guerra de independencia por su cuenta y nunca fue capaz de acercarse al sueño de unos Estados Unidos de Latinoamérica. No existen estructuras políticas comunes, salvo la mortecina OEA, ni convenios comerciales que comprometan a todos. Mercosur, el Pacto Andino o la Comunidad Económica Centroamericana son aún embriones de cooperación parcial. Sólo el idioma es patrimonio común. Si quisiera mencionarse la religión católica como un elemento de cohesión en América Latina, resultaría paradójico que sea precisamente un judío el responsable de un triunfo tan sensacional como Don Francisco.

Parte del misterio radica en que no hay nadie más alejado del prototipo de Don Francisco (ese ser simpático y campechano que cuenta chistes vulgares, baila con las abuelas y juega con los niños) que el propio Mario Kreutzberger, en realidad un hombre introvertido, tímido, de compleja biografía y un perfil más cercano a un intelectual que a un showman.

Lejos del holocausto

Mario Luis Kreutzberger Blumenfeld nació el 28 de diciembre de 1940 en Santiago de Chile, adonde su familia había llegado desde Alemania huyendo de la persecución nazi. Su padre, Erick Kreutzberger, un boxeador sin fortuna que pudo salir adelante como tendero de ropa, fue detenido y encarcelado en un campo de concentración. Para evitar la misma suerte, su madre, Anna Blumenfeld, cantante profesional de ópera, escapó a América. El matrimonio se reuniría en Chile, alrededor de un año antes del nacimiento de Mario, después de que el padre consiguiera salir de Alemania y tras su paso por un campo de trabajo en Inglaterra, donde ahorró durante varios meses para el pasaje del barco. En la travesía hizo planes con un compatriota para abrir una tienda de telas en la ciudad de Talca, 250 kilómetros al sur de Santiago. El negocio prosperó y Erick acabó estableciéndose por su cuenta en la capital como un exitoso sastre.

La madre, recuerda Kreutzberger, quiso volcar sobre su hijo su frustrada vocación artística. Le hizo aprender música y tocar varios instrumentos. Pero sus dotes en ese campo se revelaron pronto muy limitadas. El niño se mantuvo, no obstante, vinculado al espectáculo y llegó a hacer varias actuaciones como imitador y cómico para la comunidad judía de Santiago en el club Maccabi. Fue en ese momento, buscando un nombre más asequible para los chilenos que el impronunciable Kreutzberger, cuando apareció Don Francisco.

El padre no veía un gran futuro en las tablas y convenció al muchacho para que se fuera, a los 16 años, a estudiar contabilidad y corte y confección a un instituto tecnológico de Nueva York. Eso hizo. Se alojó en el hotel Stanford, que todavía existe, en la calle 32 con la avenida de Broadway. “Cuando yo entré en la habitación y vi una radio exactamente igual que la Grundig que teníamos en casa, con la diferencia de que en lugar de tener una tela por delante tenía un cristal, y cuando yo la encendí y comprobé que se podía oír y ver a la vez, pensé: mi padre me ha enviado a estudiar algo que es el ayer. Fue como si a un tipo que tiene un ábaco le diesen una computadora”.

A partir de ese descubrimiento olvidó los estudios, aprendió inglés, vio televisión de forma obsesiva, leyó sobre televisión, se aprendió los programas, retuvo en la cabeza los movimientos de los personajes que aparecían y, de la noche a la mañana, el aprendiz de sastre, cantante frustrado, humorista de salón, se transformó en un animal televisivo. Don Francisco adquirió su ser verdadero.

Cuando regresó a Chile no tenía más meta que la de trabajar en televisión, cosa que no podía resultar muy difícil para un muchacho con experiencia en Nueva York. “Chile entonces era una aldea”. Cuando, años más tarde, empezó Sábados gigantes, que es como se llamaba en su primera etapa, provocó una revolución en el medio y se convirtió en la actividad obligatoria de los chilenos durante el fin de semana.

Mario no sabe muy bien las razones del éxito de Don Francisco. Ni siquiera se le ve seguro sobre la calidad del programa. Cuando le pregunté que si él, el verdadero él, vería a Don Francisco, lo dudó por unos segundos y contestó: “Ahora que estoy en una entrevista, tengo que hablar bien del programa, pero yo no soy así, yo soy mucho más opaco”.

Las dudas de Mario en Don Francisco se acentuaron cuando el programa comenzó a rodarse en 1985 en los estudios de Univisión en Miami. Tuvo que aceptar ser copresentador, compartiendo la titularidad con un cubano, tal como imponía la comunidad que en ese momento controlaba todos los negocios de habla española de la ciudad. Tuvo que soportar críticas feroces por su falta de preparación para un mercado que estaba a años luz del chileno.

Don Francisco entendió que tenía que reinventarse. Estudió, se adaptó a nuevas tecnologías, a nuevos estilos. Y sobre todo, entendió la complejidad del público al que se dirigía a partir de ese momento. Aprendió los conceptos de hispano y de latino. “Yo distingo a dos grupos de personas que hablan español en EEUU. Uno es el de los latinos, aquellas personas de raíz hispana que mantienen algunos aspectos culturales hispanos, pero que están integrados en la sociedad norteamericana. El otro es el de los hispanos, que son los que mantienen preferentemente su cultura de origen. Yo me siento hispano, pero comprendo a los latinos y me dirijo a los latinos”. 

Criar una planta carnívora

En Miami descubrió el poder del idioma español, que le permite unir a públicos de 13 países en un espectáculo de interés común. Y desde la gran torre de observación que es EEUU descubrió también el alcance de su propio poder. Ha ganado mucho dinero, pero no se comporta como un millonario. Su matrimonio con Temy Muchnick cumple tantos años como su programa. Tiene tres hijos y nueve nietos. Es famoso, desde luego, muy famoso, y eso le ha hecho pagar algún precio. En un par de ocasiones ha tenido que defenderse de una reclamación de paternidad y una demanda de acoso sexual. En ambas, los jueces le dieron la razón.

Para despegarse de Don Francisco, tiene que someterse tras cada grabación a una exigente reprogramación a base de sueño, ejercicio y familia. La duda es si Mario Kreutzberger podrá sobrevivir a Don Francisco. Con el tono trágico que, como buen humorista, pone en sus palabras, le gusta referirse a la obra The little shop of horrors, en la que un florista cultiva meticulosamente la planta carnívora que lo acaba devorando.

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