Desde que Internet pasó a convertirse en el vehículo de comunicación omnipresente que es hoy (una tendencia claramente ascendente), los periodistas hemos sabido que nuestra profesión entraba en una nueva era. Una nueva era en la que el futuro se forja a cada instante. Si ayer lo novedoso eran los diarios digitales, hoy se sabe ya que la información viaja a través de moto-res de búsqueda, como Google, y de las redes sociales, en las que los diarios deben alojar sus noticias. Y que es el teléfono móvil el soporte de lectura mejor situado para sustituir al papel. Hasta ahora, todos los intentos de acoplarse a los tiempos parecen haber ido por detrás de estos tiempos dominados por una evolución tecnológica y un cambio vertiginoso en los hábitos sociales.
Todo esto hablaba la carta que el director de EL PAÍS, Antonio Caño, dirigió hace un par de semanas a la Redacción (y de la que se publicó un resumen en la edición impresa), anunciando cambios importantes en la concepción y en la elaboración de este diario para hacer frente a esta nueva era.
EL PAÍS se dispone a convertirse, decía, “en un periódico esencialmente digital; en una gran plataforma generadora de contenidos que se distribuyen, entre otros soportes, en el mejor periódico impreso de España”. Y añadía: “Asumimos el compromiso de seguir publicando una edición impresa de EL PAÍS de la mayor calidad durante todo el tiempo que sea posible”.
Esta afirmación no ha evitado que algunos de los lectores de la edición impresa, muchos de los cuales lo son desde el 4 de mayo de hace 40 años, hayan reaccionado con inquietud al anuncio de estos cambios. Uno de ellos, José María Rabanal Herrera, suscriptor de Barcelona, me ha escrito un mensaje en el que pone de manifiesto sus dudas respecto al futuro proyectado. “La pregunta que me asalta y me preocupa”, escribe, “es: ¿conseguirán ser tan buenos como fueron hace 40 años o se perderán en elucubraciones que a los lectores nos la traen al pairo?”.
Más adelante, señala: “Me ha llegado al alma el que en ‘el corazón de la Redacción’ encuentren acomodo analistas de audiencias en vez de analistas de calidad, e incluso de sintaxis y ortografía”. Antes de despedirse con el melancólico presagio de que, tal vez, este diario deje de ser el suyo muy pronto. “Lo cual estoy seguro de que no les importa en absoluto”, añade, “ya que no leo el periódico en móviles de cuarta generación”.
Entiendo la preocupación de este lector, pero es un hecho que EL PAÍS, como todos los grandes diarios del mundo, sufre los efec-tos de la constante caída de ventas en los quioscos, y la reducción de ingresos publicitarios. Diarios como el británico The Independent se han visto obligados a abandonar el soporte de papel, ante la imposibilidad de asumir los costes, mientras cada vez más rotativos tienen que recurrir a las reduccio-nes de plantilla para sobrevivir.
El jueves, el grupo que edita el diario The Guardian, y el dominical The Observer, anun-ciaba una reducción de 250 puestos de trabajo para enderezar las cuentas que llevan años en números rojos. Las pérdidas de este diario, muy seguido en Internet y que man-tiene su edición impresa, se aproximan a los 75 millones de euros anuales.
Reconocer esta situación no significa renunciar al soporte de papel a día de hoy. EL PAÍS tiene motivos para seguir mejorando su edición impresa. La que le ha llevado a ser lo que es, y a la que está dispuesto a seguir dedicando atención y energías considerables. Porque, aunque los tiempos cambien vertiginosamente, y los datos de las encuestas (como la última edición de Navegantes en la Red que realiza la Asociación para Investigación de los Medios de Comunica-ción) muestren que casi la mitad de los internautas sólo leen los diarios en la Red, vemos que son todavía muchos (un 37,3%) los que no renuncian a leer su diario en la edición impresa. Por algo será.
Fuente: Lola Galán, española Defensora del Lector de El País. Dossier Instituto Prisma.
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