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lunes, abril 29, 2013
El periodista infiltrado
Menos mal que la BBC no envió a su periodista disfrazado con un grupo de estudiantes de la Universidad de Oxford, porque entonces el rector de la universidad, Chris Patten, habría tenido que enviar una enérgica carta de protesta al presidente del Consejo de Administración de la BBC, Chris Patten: “No entiendo cómo ha podido usted permitir...”. (Sí, son la misma persona).
Estoy hablando de la trifulca por el viaje del periodista John Sweeney a Corea del Norte con un grupo de alumnos de la London School of Economics (LSE), infiltrado por encargo del programa Panorama de la BBC. Puede que, en comparación con la necesidad de saber si el último Estado verdaderamente totalitario del mundo presenta una verdadera amenaza de guerra nuclear, esto parezca una tempestad en un vaso de agua (o una muy británica taza de té), pero nos empuja a reflexionar sobre cómo podemos descubrir las andanzas de esos regímenes perversos y llenos de secretos sin sacrificar nuestros valores y poner a otros en peligro en el intento.
Llevo gran parte de mi vida dedicado precisamente a eso, desde el periodismo y desde la universidad, por lo que me interesan las reacciones de las dos partes. Parto de una enorme comprensión hacia el reportero disfrazado. No tenemos ninguna obligación de ser sinceros con los tiranos. Y no hay nada como estar allí, en el sitio. El primer artículo que publiqué en un periódico estaba basado en mis experiencias durante una “visita de progresistas” a Albania, que padecía entonces un régimen totalitario muy parecido al norcoreano de hoy. Si Sweeney se hubiera infiltrado en una de las visitas que se organizan periódicamente a Corea del Norte, como han hecho otros periodistas, no merecería más que elogios. Pero no fue así, y el resultado es que nadie sale muy bien librado de esta historia.
La LSE tenía lógicos motivos para preocuparse. Al parecer, varios de los miembros del grupo no habían sido informados sobre su acompañante periodístico. Después de los hechos, los alumnos recibieron correos electrónicos amenazadores de un funcionario norcoreano, que amenazaba con hacer públicos sus “datos personales” por haber infringido las leyes de su país. Si alguno de ellos pretendía dedicarse profesionalmente a los estudios sobre Corea del Norte, este habría sido un mal comienzo. Sin embargo, la reacción pública de la LSE fue completamente desmesurada y quizá contraproducente.
La valoración que habían hecho con anterioridad los expertos de la BBC había llegado a la conclusión de que, en el peor de los casos, los estudiantes corrían el riesgo de que los retuvieran y los expulsaran, y es muy probable que fuera verdad. La LSE no tuvo en cuenta el legítimo interés que tiene para la opinión pública una investigación periodística de este tipo. Su exigencia de que no se emitiera el programa fue ridícula. Su reacción habrá conseguido seguramente que todos los regímenes autoritarios se pongan a buscar al gusano periodista oculto en cualquier grupo de estudio de la LSE. Más le habría valido presentar una protesta en privado ante la BBC.
Por su parte, la BBC mostró la propensión a la debilidad y las contemporizaciones retorcidas que parece caracterizar a sus últimos administradores. Si hubiera informado a todos los que iban en el grupo y hubiera obtenido su consentimiento por escrito, como aconseja su manual de estilo, ninguna persona razonable habría podido quejarse. “Al fin y al cabo, los estudiantes son adultos”, exclamó un antiguo director del Departamento de Política y Relaciones Internacionales de Oxford. Por el contrario, da la impresión de que, en su mayoría, se enteraron sólo en parte, en conversaciones privadas con la mujer del periodista (una antigua alumna de la LSE, que participó en la organización del viaje) y el cámara, y no se les contó todo, por su propia protección, según la BBC.
Es una tontería sin sentido. Es la misma actitud de los directivos que ha hecho que en el programa de música de BBC Radio One se emitiera un mínimo fragmento de la canción Ding dong, ¡La bruja ha muerto!, con una breve explicación de su historia, cuando ya se había difundido ampliamente en internet como insulto póstumo contra Margaret Thatcher. Por el amor de Dios, querida BBC, decídete. O emites la maldita canción o no la emites. O les cuentas a los estudiantes lo que pasa y obtienes su consentimiento, o no.
En cuanto a los defensores de Sweeney, es normal pensar que el hecho de que su mujer organizara este viaje para una asociación de alumnos de la LSE era tentador. Pero un repaso de la página web de la BBC revela una historia publicada cinco días antes de la emisión de Panorama que explicaba las posibilidades turísticas de Corea del Norte. Un cliente satisfecho se califica a sí mismo de “turista de aventura”. Un experto en el programa nuclear de Pyongyang me ha contado que, cuando habló en un club de corresponsales extranjeros en Londres, resultó que la mitad de los periodistas presentes habían visitado Corea del Norte en viajes de ese tipo.
Además, el programa de la BBC no estuvo a la altura de las expectativas creadas. Fue interesante ver lo que les enseñan a los extranjeros —por ejemplo, un frío hospital modelo sin pacientes— y algunas tomas borrosas de lo que no les enseñan, como los pobres que viven en zanjas. Pero las reflexiones más interesantes eran, en su mayor parte, las de los expertos y desertores a los que habían entrevistado fuera del país. “Bienvenidos a la verdadera Corea del Norte”, declaraba Sweeney con gran pompa, de pie al otro lado de una alambrada construida, al parecer, para impedir que la gente de la calle se acercara al hotel en el que se alojaba su grupo. De ahí se pasaba a una imagen de lejos de unos edificios de pisos de aspecto miserable. Pero él no estaba en la verdadera Corea del Norte; estaba en un paisaje de cartón piedra, un auténtico pueblo Potemkin. En las siguientes escenas, en el centro de Pyongyang, bordeaba sin cesar el ridículo, con frases como “algo está pasando... se nota que la tensión va en aumento. Lo malo es que nos es imposible preguntar qué es lo que pasa. No podemos saberlo”.
Nada que ver con el libro Nothing to Envy de Barbara Demick, que relata con minuciosidad y emoción las historias personales de seis norcoreanos, a partir de largas entrevistas y otras fuentes de información a su alcance. Demick, una periodista que tiene diez años de experiencia en la región, reconoce las aportaciones de otros corresponsales, especialistas y expertos de todo tipo. El resultado es un libro fantástico, que nos presenta algunas de las verdades que los guías progresistas de las visitas a Corea del Norte suelen ocultar; para eso les pagan.
¿Cuál es la moraleja? Que, para conocer de verdad lo que ocurre en esos lugares llenos de secretos y maldades, son necesarios años de esfuerzo por parte tanto de periodistas como de estudiosos, dispuestos a compartir los frutos de sus respectivos trabajos.
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